sábado, 6 de diciembre de 2014

La bomba-H


Welcome to the llegadero 
Decía R. Dornbusch, en su esencial ensayo sobre el tema de 1985, que las “hiperinflaciones eran el laboratorio de la economía monetaria”, queriendo referir con ello que era durante estos períodos de inestabilidad extrema, que la relación entre la inflación y la cantidad de dinero, esa que a veces se oscurece tanto durante tiempos más “normales”, emergía sólida y sin controversia.

En estos primeros días de diciembre, cuando el tipo de cambio paralelo Bs/$ se está devaluando a una tasa de 75% mensual quizá valga la pena recordar que, en su definición clásica que data ya de los años 50s, P. Cagan puso el umbral –necesariamente arbitrario- de la hiperinflación en un nivel de 50% mensual.

Debo confesar que a uno como economista le da un poquito de vergüenza ajena, o más bien propia, tener que hablar de un tema que pertenece a la sección de lo que ya no se estudia en las escuelas de economía. Y no se estudia porque la estabilidad de precios es un objetivo alcanzando casi universalmente. Ciertamente en nuestra región, ya nadie discute sobre estos temas. Nadie. Y no hablo solo de los niños buenos de la película, Perú, Colombia o Chile, sino que en países como Bolivia o Nicaragua, la inflación es un problema del pasado.
Finalmente llegamos al punto donde tímidamente se pierde el temor a afirmar que estamos en la verja hiperinflacionaria. Sin embargo, hace un año, cuando inauguramos Distortioland hablando sobre como las decisiones del gobierno habían roto con la institucionalidad mínima de la estabilidad monetaria en Venezuela, o sobre como el desequilibrio monetario tendería a profundizarse y que la trayectoria monetaria nos conduciría más temprano que tarde al equilibrio hiperinflacionario, este no era el caso. En aquel entonces, bajo el argumento de que en una economía con controles y represión financiera la demanda de dinero no caería, pocos eran los que daban crédito a la tesis de que íbamos en la trayectoria hiperinflacionaria. 
Pero pasó. Y era previsible que pasara porque entiéndase bien: nunca, en ninguna parte, los controles de cambio y la represión financiera impidieron un proceso hiperinflacionario. Aquí estamos en un punto que no es más que la consecuencia lógica de la demencial dinámica monetaria en que nos metió el gobierno en los últimos 8 años. 
Lo que estamos observando con el mercado paralelo en los últimos días es síntoma inequívoco de que la demanda por nuestra moneda empieza a colapsar. La caída de la demanda por bolívares ha sido abrupta, acelerada y repentina, lo cual es lo típico en la anatomía de los procesos hiperinflacionarios. En el extremo de este proceso, la gente simplemente no encuentra razones para permanecer con nuestro signo monetario en el bolsillo, la moneda deja de cumplir las funciones básicas del dinero. Si la moneda local ya no le sirve para nada al público, es lógico que las personas estén dispuestos a pagar cualquier precio -cualquiera- por deshacerse de él.  
Hay una gran posibilidad de que sea esto lo que estamos observando los primeros días de diciembre de 2014, el colapso de la demanda de dinero. Con ello, nos enfrentamos como sociedad a un abismo macroeconómico, un evento que amenaza con destrozar el ya maltrecho tejido económico y social de nuestro país. 
No se trata de sonar deliberadamente alarmista, pero del bestiario de males macroeconómicos, la hiperinflación es quizás el mal más brutal y disruptivo. La hiperinflación disloca el sistema de precios de tal manera que los mercados de bienes, servicios, trabajo y crédito en la práctica dejan de funcionar efectivamente. La hiperinflación, además, es desproporcionadamente injusta con los que menos tienen, pues estos se ven obligados a dedicar todos sus recursos mentales, físicos y materiales a tratar de escapar de sus efectos, día tras día, so pena de enfrentarse con el hambre.  
Lo más triste de todo esto es que la hiperinflación y sus causas, es uno de los pocos temas donde existe un consenso casi unánime en la disciplina económica. Dando un paseo superficial uno encuentra que ya en Keynes y Cagan, pasando por Sargent y hasta en un entrañable y respetado economista boliviano, entre otros, están las claves de nuestra tragedia actual. No hay nada nuevo, todo estaba dicho. Todas las hiperinflaciones modernas tienen las mismas características:
  1. Una enloquecida dinámica monetaria, alimentada por un Banco Central sin independencia y dispuesto a imprimir dinero inorgánico de manera ilimitada.
  2. Enormes déficits fiscales, sin opciones legítimas de financiamiento.
  3. Un entramado de controles y represión financiera, que interactúa perversamente con la locura fiscal y monetaria. 

Y aquí el punto central de este post: el otro gran consenso en la materia es que una hiperinflación es un proceso que puede ser detenido muy rápidamente. Paradójicamente, estabilizar una economía hiperinflacionaria es un reto técnico mucho más sencillo que, digamos, derrotar una inflación moderada. Con respecto a esto, la literatura es categórica en lo que hay que hacer para desactivar la bomba H:
  1. Es necesario detener el crecimiento descontrolado de la masa monetaria. Devolver la independencia al Banco Central y eliminar las disposiciones que permiten el financiamiento inorgánico de terceros.  
  2. Aunque poner bajo control el crecimiento de la masa monetaria es necesario, la condición sine qua non para detener la hiperinflación es llevar a cabo un ajuste fiscal creíble. Creíble siendo la palabra clave aquí.
  3. Solo después de un esfuerzo coordinado por tomar las dos anteriores medidas, puede retornar la confianza en la moneda, y se puede avanzar de manera ordenada hacia el levantamiento de controles. 
Y es en este punto donde el panorama luce negro para Venezuela. Bajo el actual estado de las cosas, es imposible que medidas sustantivas en la dirección mencionada sean tomadas. Los actuales responsables de la conducción del país no tienen ni la capacidad técnica, ni la voluntad política para hacerlo, más aún, aunque lo intenten, es virtualmente imposible que tengan la credibilidad suficiente para tener éxito.

La única salida que le queda a Venezuela para superar la coyuntura actual, es un cambio de rumbo. Un cambio real, no solo un cambio de políticas, sino un cambio de los responsables de la conducción de dichas políticas. 

Eso, o se nos viene la noche.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Sobre el Convenio Cambiario No.30 (revisado)

 “A partir de la entrada en vigencia del presente Convenio…la liquidación de las operaciones de venta de divisas efectuadas por PDVSA al BCV a los fines de la entrega en bolívares al FONDEN…se hará a cualesquiera (sic) de los tipos de cambio oficiales a que se contraen los Convenios Cambiarios vigentes
                                                 BCV, Convenio Cambiario No. 30

El recién publicado Convenio Cambiario No. 30 resulta destacable al menos por dos razones. La primera es lo pésimamente redactado que está. La segunda es que finalmente, luego de demasiado tiempo, la devaluación implícita en la creación de las ventanillas de SICAD I y II, empezará a tener efectos sobre las cuentas fiscales a través de PDVSA.

Solo para recapitular, hasta ahora PDVSA –al menos en teoría- estaba obligada a vender cada uno de los dólares que obtenía por sus exportaciones petroleras a una tasa de 6,3 BsF/US$, y con ello hacía todas sus contribuciones al Gobierno Central, incluyendo lo que pagaba para el FONDEN, pero también impuestos, regalías y utilidades. Esta política cambiaria de obligar a PDVSA a calcular sus ingresos a una tasa fija de 6,3, mientras sus gastos crecían abruptamente al ritmo de la inflación, está en el centro del insondable déficit de caja de la petrolera. Luego, para cubrir dicho déficit, el BCV se embarcó en una peligrosa política de emisión masiva de dinero inorgánico de alto impacto inflacionario, bajo el eufemístico nombre de “el pagaré de PDVSA”, que más bien debería llamarse el “pagaremos” de PDVSA. Se observa aquí claramente la relación entre la política de control de cambios y las tasas de inflación que estamos observando.

Pero de vuelta a los últimos acontecimientos. El Convenio Cambiario No. 30 abre la puerta -por primera vez desde el inicio del control de cambios- a que PDVSA calcule algunas de sus contribuciones a una tasa distinta a la de Cencoex. En teoría, la porción de los ingresos de PDVSA que estaría sometida a la nueva tasa podría ser considerable, pues legalmente PDVSA está obligada a meter en el FONDEN todos los ingresos petroleros por encima del precio de referencia de la Ley de Presupuesto, que para el 2014 es 60US$/barril.

Revisión: En estricto sentido, queda claro que el CC30 se refiere solo a las contribuciones por "precios exorbitantes" por encima de 80 US$/barril.

Revisión 2: El Decreto 8.807 habla de que PDVSA puede pagar al FONDEN el 50% o "un monto mayor" de su contribución por este concepto. Resulta muy confuso el texto.

En teoría también, esta medida aliviaría sustancialmente las enormes presiones que el control de cambios ejerce sobre el balance de ingresos y gastos de PDVSA. Consecuentemente, esta medida aminoraría la necesidad de seguir recurriendo al BCV para cubrir los enormes déficits de caja de PDVSA con dinero venido directo de la imprenta en Maracay.

Revisión 3: Cobra fuerza la interpretación de que el único beneficiario del CC30 no sería PDVSA, sino el balance en Bs. del FONDEN. En todo caso, el resto del argumento (sobre las potenciales pérdidas del BCV) sigue siendo válido.

Pero desde el punto de vista macroeconómico, el aspecto más relevante de esta historia tiene que ver con la siguiente pregunta: ¿Significa esta medida un paso en firme hacia una política monetaria más racional?

No necesariamente.

Para ilustrar el punto hay que seguir de cerca lo que hará de ahora en adelante el BCV. Si uno observa las transacciones cambiarias desde la perspectiva del balance del Banco Central, hoy en día, el BCV compra las divisas que le vende PDVSA a una tasa de 6,3 BsF./US$. Luego, la mayor parte de esas divisas las vende a través de Cencoex a una tasa igual de 6,3 BsF./US$, otra porción las vende en los mercados de SICAD I y II, a una tasa más alta. Es decir, el BCV obtiene una “ganancia” por vender dólares de PDVSA a tasa SICAD I o II.

Con el nuevo convenio cambiario, el BCV empezará a comprar una parte de los US$ de PDVSA a una tasa de, digamos, 50 BsF/US$ (Sicad II). Pero si mantiene inalterados los montos asignados para la venta a través de los mercados Cencoex, Sicad I y Sicad II, el BCV comenzará a experimentar una pérdida contable por estas operaciones. Es facilíto: comprará dólares caros para venderlos baratos.

En conclusión: con el Convenio Cambiario No. 30 el gobierno pudiera estar decretando el final del financiamiento monetario del BCV a PDVSA. Pero también pudiera estar decretando el inicio de enormes déficits en el balance del Banco Central de Venezuela. Todo depende de qué tan dispuesto esté el gobierno a limitar dramáticamente -o eliminar- las asignaciones de dólares a Cencoex y Sicad I. 

Esto puede no resultar muy obvio para el público no especializado, pero monetariamente hablando, imprimir dinero en la Casa de la Moneda de Maracay para entregárselo a PDVSA es EXACTAMENTE equivalente a obligar al BCV a tener enormes pérdidas en su balance. La expansión inorgánica de dinero es la misma, solo cambia el asiento contable en el balance del BCV. 

De más está decir que si este es el caso, la trayectoria inflacionaria será la misma que hasta ahora hemos observado. El mismo Musiú...

martes, 9 de septiembre de 2014

Sobre crisis externas y opciones morales

Este post fue realizado a cuatro manos con mi apreciado colega, excelente economista y amigo @propiavoz. La idea es hacer progresivamente de Distortioland un espacio contributivo para la discusión de los enormes retos de política económica que enfrenta nuestro atribulado país.

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La economía venezolana experimenta los más severos síntomas de una crisis externa. La escasez relativa de divisas ha producido una ruptura de todos los canales de abastecimiento de bienes transables, desde alimentos, hasta medicinas, pasando por repuestos y equipos de todo tipo. El gobierno está en mora con todo el sector privado venezolano, acumula una deuda que no hace más que crecer con el paso de los días, e incumple garrafalmente sus compromisos con proveedores. El panorama es de escasez masiva de productos, inflación galopante y parálisis productiva generalizada.
En este contexto, surgen opiniones sobre la validez moral de las decisiones de un gobierno que, por un lado somete a su propia población a los rigores de una situación extrema de carestía material, inflación y desempleo y, por el otro lado, elige cumplir voluntariamente con el cronograma de sus obligaciones financieras externas. 
La pregunta que se pone sobre la mesa es: ¿Debe un gobierno honrar sus compromisos financieros externos cuándo su población no consigue medicinas para la tensión, la diabetes o el cáncer? Y la verdad, dado lo grave de la situación, ésta resulta una pregunta dramática y oportuna, pero que pudiera ser una disyuntiva que descansa sobre premisas incorrectas.
Venezuela presenta desequilibrios macroeconómicos extremos los cuales, dado el actual contexto, están lejos de solucionarse. Pero, estrictamente hablando, Venezuela no está todavía en el punto dónde tenga que elegir entre pagar la deuda externa o importar alimentos (por ahora). No es que Venezuela no disponga de dólares suficientes, es que bajo el actual esquema de control cambiario, la distorsión de precios relativos es gigante y se profundiza cada día, produciendo que la demanda de dólares supere toda capacidad de oferta –en el extremo, si seguimos por esta ruta, la demanda de US$ tenderá a infinito-. La razón es que bajo el actual esquema cambiario, las oportunidades de arbitraje también tienden a infinito. El efecto es que bajo el actual esquema de control de cambios, y en un contexto de inflación que se acelera, se están produciendo fuertes salidas encubiertas de capital. 
El problema no es que no se estén asignando cantidades suficientes de dólares para la economía, es que bajo el actual esquema, el adjetivo “suficiente” dejó de tener mucho sentido. Bajo el actual estado de cosas, los incentivos para desviar fondos, fingir importaciones, sobrefacturar envíos, y toda suerte de trácalas, son también infinitos.  El control de cambios crea oportunidades de arbitraje tan grandes, que agotan cualquier cantidad de dólares que usted le meta al sistema. El control de cambios es, literalmente, un barril sin fondo. Aun si Venezuela dejara de servir su deuda en el futuro próximo y dedicara esos 10.000 millones de dólares adicionales a alimentar el actual sistema, muy probablemente no observaríamos mejoría alguna en la  situación de abastecimiento. Serían 10.000 millones de dólares adicionales destinados al arbitraje y al fin último de financiar las salidas de capitales que promueve una economía incapaz de generar confianza en sus nacionales.
La verdadera elección moral que hace el gobierno cada día es entre anaqueles vacíos y mantener un brutal esquema de extracción de rentas en manos de una camarilla de burócratas bien conectados. Porque el control de cambios es solo eso: una gran aspiradora de renta, una manguera que tiene su  boca de succión en la puerta de Cencoex, y el otro extremo en algún banco de las Islas Caimán, Andorra o Macao.  
La elección moral del gobierno no es entre que las madres venezolanas encuentren leche para sus bebés o pagarle a Wall Street. La verdadera elección moral –o inmoral- que está haciendo el gobierno es entre el abastecimiento de productos básicos y mantener un asfixiante esquema que si algo puede garantizar es el desabastecimiento de los mismos.
¿Está Venezuela al borde del default? No, no todavía. Venezuela se encuentra, sin duda, en una trayectoria insostenible, pero todavía tiene abierta opciones de política que, si bien no necesariamente no significan alcanzar la estabilidad macro, podrían al menos disminuir -al menos temporalmente- las distorsiones de precios relativos que están en el centro de la crisis externa y de la verdadera disyuntiva moral del gobierno.
¿Es el default una opción superior? El problema es que repudiar el pago de compromisos externos no es una opción libre de consecuencias. De hecho, un default a las acreencias externas podría no sólo cerrar el acceso inmediato a todos los mercados globales de financiamiento para el sector público y privado, sino que podría disparar una avalancha de demandas de pagos anticipados que incrementaría la presión externa sobre la economía, si acaso agravando los mismos síntomas de escasez, inflación y recesión que estamos experimentando hoy en día.
Las huellas del default son de difícil cicatrización. La salida de los mercados de crédito internacional no es una puerta batiente. La adicional pérdida de confianza hace que el reingreso futuro sea incierto y a muy alto costo. Una economía que, en una hipotética transición, necesitará ingentes flujos de financiamiento externo para el desarrollo de su industria petrolera, la recuperación de su infraestructura y la reconstrucción de su aparato productivo, no debería arriesgarse a incumplir acuerdos hoy que le puedan significar barreras de acceso al financiamiento futuro. Es una opción que no luce recomendable. 

El default es a los bonos lo que la expropiación es a la inversión directa. Una confiscación de derechos de propiedad que no sólo tiene implicaciones morales, sino que incrementará los costos del desarrollo futuro. Es válido preguntarse si realmente lo qué necesita Venezuela en este momento es una violación adicional y más visible a los derechos de propiedad.

domingo, 31 de agosto de 2014

El ajuste que no será (Parte2)


¿Por qué esa manía de los tecnócratas por armar anuncios de carácter comprehensivo, bien detallados y con caras nuevas a la hora de lanzar un programa de ajuste? ¿Es acaso mera ortodoxia neoliberal? La respuesta a esta pregunta se escribe con C de Credibilidad. Y es que la credibilidad es un elemento indispensable en el escenario de un ajuste, sino lo cree, asómese a la experiencia latinoamericana, tan llena de planes Cruzado y de Australes, de Mahuads y Garcías (el primero). Estabilizaciones fracasadas que aumentaron por mucho el costo social de situaciones ya insoportables sobran en nuestra historia reciente.

La credibilidad, también hay que decirlo, es esquiva, difícil de obtener. La credibilidad no se gana poniéndose un lindo traje de diseñador para ir a hablarle, con un recién estrenado vocabulario business-friendly, a un auditorio en Londres lleno de gente seguramente más preocupada por la repatriación de sus capitales, que por el futuro del país. La credibilidad tampoco se trata de que alguna banca de inversión te expida un certificado de buena conducta. La credibilidad, además, tampoco es cuestión de reunir a un grupete de colaboradores con buenas credenciales académicas, y meterse a planificar a puerta cerrada lo que debería ser un ejercicio transparente de formación de consensos políticos y sociales. Claro, ser creíble tiene un poco de todo eso. Pero es mucho más que eso.

Porque ser creíble, y esto es lo central del argumento, es la única posibilidad que tienen las autoridades de mantener ancladas las expectativas futuras de los agentes económicos, y hacer que empiecen a tomar decisiones con respecto al futuro y no al pasado. Ser creíble implicaría dotar a la economía de un ancla nominal para los precios. Credibilidad y ancla nominal son indispensables para empezar a avanzar en la flexibilización del control de precios, tasas de interés y el levantamiento del control de cambios. Sin ancla cualquier liberación seria suicida. En resumen un paquete de medidas de ajuste y estabilización sin credibilidad, no es ni de ajuste, ni de estabilización, es tan solo más de lo mismo.


Técnicamente hablando, una economía enfrentada a unos desequilibrios macroeconómicos como los que observamos, necesita producir un cambio abrupto en el tipo de cambio REAL, tanto para completar el ajuste externo, como para licuar las presiones fiscales. Es decir, la economía necesita un cambio permanente en los precios relativos de bienes transables y no transables. Este cambio de precios favorece al sector público por ser superavitario en ingresos externos. 

Los que piensan que una devaluación suficientemente grande puede restaurar los equilibrios económicos en Venezuela, suponen que esta medida puede realinear el tipo de cambio real acercándolo a su nivel de equilibrio. Pero para que ello ocurra es necesario suponer que la devaluación cierra la brecha fiscal, que tiene bajo/nulo efecto pass-through sobre los precios, y que el nuevo régimen monetario/cambiario será creíble.  Todos los anteriores son supuestos en extremo discutibles.

La pregunta que uno se hace hoy es: ¿puede una devaluación producir una depreciación real de la magnitud necesaria restablecer el equilibrio externo/interno de la economía? Debe decirse, en primer lugar, que la devaluación ha perdido efectividad como mecanismo de generación de ingresos fiscales dado los pesados compromisos del sector público en importaciones y deuda. Una devaluación que cierre la brecha fiscal en ese contexto, debe ser tan grande que luce inviable, o debe ir acompañada de recortes de gasto público que lucen improbables. Es cierto que cualquier ajuste parcial podría aliviar temporalmente las presiones de caja de PDVSA, puede ayudarnos a cerrar el año, puede correr la arruga, pero ciertamente no nos ayudará a restablecer los equilibrios macro. Peor aún, una devaluación parcial, enmarcada en un plan no creíble, en un contexto altamente inestable con condiciones pre-hiperinflacionarias, con la recaudación fiscal interna en declive por la recesión, con las otras fuentes de financiamiento cerradas, no evitaría que el banco central siga imprimiendo dinero inorgánico para financiar el déficit fiscal y podría colocarnos en una trayectoria aún más inestable que en la que estamos hoy. Podría acercarnos más a la hiperinflación.


Qué una nueva devaluación es inevitable, es cierto. Qué el ajuste ocurrirá más temprano que tarde, es muy probable. Pero qué una devaluación en el actual contexto es medida estabilizadora y significa la restauración de los perdidos equilibrios macro de nuestro maltrecho país, es sencillamente falso. Para ello hace falta más, mucho más.    
   
La economía es como un río crecido que siempre –siempre– reclama su cauce. En mi opinión, la unificación cambiaria no es un programa, y aunque pueda relajar temporalmente la restricción de caja del sector público, no nos acerca a una situación de estabilidad macroeconómica. Solo un cambio comprehensivo de políticas, instrumentos y  responsables, puede tener la credibilidad suficiente para romper el ciclo de inestabilidad. Hay que advertir que en el contexto actual, esas condiciones difícilmente se darán, y un ajuste incompleto y no creíble nos hará enfrentar reales riesgos de más inestabilidad. Cuándo se trata de la economía, no siempre hacer algo en la dirección correcta es mejor que no hacerlo. 

sábado, 30 de agosto de 2014

El ajuste que no será (Parte 1)

Venezuela experimenta los más severos efectos de una crisis de externa como consecuencia de los efectos acumulados de malas políticas económicas.  Insistir sobre ello parece ya banal, pero nunca está de más repetir lo obvio: estas tempestades que estamos observando, son producto de los vientos sembrados en los últimos años. Este cóctel tóxico que envenena la calidad de vida de los venezolanos con brutal escasez, incontrolable inflación y profunda recesión, es producto, directo o indirecto, de mantener tozudamente políticas erradas –principalmente el control de cambios-, hasta sus últimas consecuencias.
   
Desde la última vez que escribí públicamente sobre estos temas, algo parece haber cambiado. Desde principios de 2014, quizá por la ya inocultable gravedad de los síntomas, la llamada “ala pragmática” del gobierno se auto-descubrió una vocación reformista que tenía década y media sepultada entre consignas revolucionarias. Así, con su recién estrenada propensión por “torcer el rumbo del modelo”, con su recién aprendida frase “necesidad de ajuste y estabilización”, y empoderada por la salida del “jefe neolítico” que al parecer antes no los dejaba hacer ni pensar, el “ala pragmática” le ha enviado un grito al mundo: ahora sí, ha llegado la hora del Ajuste Rojo.

Los que tenemos años advirtiendo que esto lleva rumbo de choque con muertos, deberíamos saludar el cambio en el discurso, de hecho, sin cinismo lo hago: bienvenidos chicos al libro de introducción a la economía.  Pero lo cierto es que todo luce bastante enredado para la "vía socialista hacia el restablecimiento del equilibrio macroeconómico". Todo el mundo habla de el ajuste, pero nadie sabe con certeza en qué consiste, ni cuándo se va a aplicar. Todo lo que sabemos –o creemos saber- sobre el “ajuste rojo”, lo sabemos o por declaraciones hechas frente a foros internacionales –nunca en Caracas, claro–, y por los  informes de las consultoras y la bancos de inversión –jamás en documentos oficiales, claro–. Eso sí, pareciera que es más fácil encontrar información sobre “el ajuste” en la esquina de la 42va y 6ta de NYC que en la esquina de Carmelitas.

Por lo que uno se ha podido enterar,  el mentado paquete de medidas consistía, fundamentalmente, en la unificación de los tres tipos de cambio oficiales (CENCOEX, SICAD I, y SICAD II) en una sola tasa lo suficientemente devaluada que corrigiera la sobrevaluación del tipo de cambio real (que ronda más del 100%). Además de algunas medidas adicionales de generación de ingresos fiscales y recorte de subsidios. Aunque todos ponen el énfasis en la unificación/devaluación como LA medida que vendrá a enmendar tanto desbarajuste. Y no dejan de tener razón los que ponen el foco en la devaluación.

Por el otro lado está la controversia sobre el cuándo se iban a aplicar las medidas. Sobre esto confieso que es un tema sobre el cual no sé qué pensar. Lo que hemos observado pudiéramos describirlo como la aproximación “agárrame-que-lo-mato” hacia un ajuste pseudo-ortodoxo: un tipo que vocifera lo que vá a hacer, quizás con el secreto anhelo de que alguien lo detenga. Lo cierto es que pasa el tiempo y nada pasa, por el contrario, pareciera que en los últimos días le pusieron el freno definitivo al ajuste. ¿Lo habrán frenado? Quién sabe, pero algo terminaran haciendo: no hay otra salida.

Pero no es sobre lo superficial que quisiera hacer un comentario. Retomando la idea anterior, la mayoría de los analistas están de acuerdo en que la medida fundamental del ajuste rojo, la llamada unificación/corrección cambiaria, es la verdadera la columna vertebral del ajuste. Y no dejan de tener razón, pues la corrección cambiaria –aka devaluación-  no solo es necesaria, sino es inevitable en el camino del restablecimiento de los equilibrios macroeconómicos.  Más aún, ningún gobierno dejaría desencadenar un evento de costo social extremo –por ejemplo una crisis hiperinflacionaria– si tiene a su mano una medida como la devaluación, que tiene la virtud de matar dos pájaros de un solo tiro: corrige al mismo tiempo el déficit fiscal y el equilibrio externo.

Hasta aquí los consensos en la materia: la corrección es inevitable y tiene los efectos "deseados". De hecho, en su versión más optimista, una devaluación –lo suficientemente grande- no solo ayuda a corregir inmediatamente el déficit fiscal (que se calcula alrededor de 14% del PIB); sino que completa el ajuste del sector externo –que ya está casi ajustado de todas maneras- y, además, hace desaparecer el mercado paralelo de divisas (ya que la nueva tasa sería de equilibrio y evitaría el racionamiento de divisas); y como si fuera poco, todo lo anterior lo logra sin efectos adicionales sobre la inflación, al no existir efecto traspaso sobre los precios. Es la llamada “superdevaluación”. En este escenario, basta con una devaluación suficiente del tipo de cambio promedio de la economía, unificar las tasas oficiales, y listo. La “superdevaluación” es algo así como el CTRL+ALT+DEL de la política económica.

A estas alturas, sea por la parálisis que produce la feroz pugna entre facciones internas del oficialismo, o sea por la incapacidad manifiesta de sus ejecutores, o por una combinación de las dos anteriores, crece la opinión de que el ajuste será postergado hasta nuevo aviso. Yo, en cambio, me cuento entre los que cree que sí implementarán al menos una versión del "paquete" y que, por el contrario de lo que se pueda pensar, ello servirá muy poco para aliviar los desequilibrios macroeconómicos que nos aquejan –al contrario, podría terminar profundizándolos-.  

El problema de fondo es que en materia de medidas de ajuste y estabilización de una economía sometida a fuertes  distorsiones como la venezolana, un programa que se precie de ser de “ajuste” y de “estabilización” debe contener medidas que no solo intenten la corrección de los desequilibrios existentes, sino que al mismo tiempo pongan sobre la mesa los elementos que indiquen, de la manera más convincente posible, que esa corrección será sostenible en el tiempo. 

Si uno revisa la historia de los ajustes exitosos de nuestra región, que para nuestra vergüenza todos datan de hace 20 o 30 años, estos no se limitaban al anuncio de correctivos –una devaluación, por ejemplo-, sino que abundaban en detalles sobre temas como cambios permanentes  en la estructura de gastos/subsidios/ingresos fiscales; ponían especial énfasis en cambios institucionalizados en la manera de diseñar y gestionar la política económica; identificaban con detalle las fuentes ya acordadas de financiamiento futuro, y; hacían clara prospectiva de las fuentes del crecimiento económico futuro que daría sustento al ajuste. El ejercicio iba generalmente precedido, hay que decirlo, de un cambio total en la nómina de responsables de implementar la reorientación de las políticas económicas.

¿Es este el caso del ajuste rojo? La respuesta es dolorosamente obvia.


miércoles, 8 de enero de 2014

El crimen si paga

La frialdad de las estadísticas, por muy abultadas que estas sean, actúa como un velo que aletarga. En el caso de las estadísticas de homicidios en Venezuela, pareciera que ya nadie se espanta al contar los cuerpos por decenas de miles. Más de veinticuatro mil, según algunas fuentes, son los caídos por las balas en 2013.

De repente, el vil asesinato a mansalva de una querida figura pública y su esposo, a manos de brutales delincuentes, junto con el absurdo y doloroso hecho que una inocente niña de 5 años haya terminado con una bala en su pierna –y la lacerante certeza de que esa no fue, ni de lejos, la peor herida que recibió esa niña de manos de sus victimarios-, irrumpe como el abrumador hecho singular, que por su absurda carga de violencia, y quizás por la notoriedad de las víctimas, nos estremece como sociedad y pone sobre la mesa de nuestra conciencia colectiva la relativa invisibilidad de esos más de 24.000 ataúdes de 2013, y los más de 150.000 de los últimos tres lustros.

La verdad sea dicha: en Venezuela, en esta Venezuela, el crimen si paga, y paga muy bien. Es así, porque no puede ser de otra manera. En Venezuela, el crimen florece como actividad, porque todo está dispuesto para que así sea.

Y no es que en Venezuela los criminales sean genéticamente distintos, o culturalmente más propensos a la maldad. En nuestro país, como en cualquier otra parte del mundo, el crimen - llámese robo, secuestro, extorsión o narcotráfico y los demás- es una actividad que existe porque ofrece –potencialmente- altos retornos económicos a los delincuentes. Así que no nos equivoquemos, el crimen y los criminales son iguales en Venezuela y en todas partes. Los delincuentes se dedican a una actividad que les resulta potencialmente muy lucrativa. Esto de los “retornos del crimen” se ve agravado, además, por el hecho que el crimen reditúa no solo beneficios económicos, sino que en los círculos donde impera la cultura de la violencia, el criminal parece obtener un paquete de beneficios “no pecuniarios”, conformados por el prestigio y el estatus que le otorga la crueldad y el percibirse por encima de la ley.

Pero el panorama en Venezuela luce desolador. En este país el crimen es una actividad floreciente porque opera con un costo cercano a cero. Las astronómicas tasas de impunidad, el colapso y politización del sistema de investigación judicial y de acusación criminal, esa vergüenza inhumana que llaman nuestro sistema carcelario, el colapso crónico de los juzgados, la penetración de los principales cuerpos policiales nacionales por parte de grupos criminales organizados, y la quiebra operativa y financiera de cuerpos policiales menores, se conjugan todos en una sola cosa: En Venezuela, para todo efecto práctico, el criminal opera sin riesgo discernible de sufrir alguna consecuencia por sus actos. La muerte, tal vez el único riesgo que afrontan los criminales, pareciera haber sido ya descontada en su cálculo de valor presente de una vida que la mayoría sabe será corta, muy corta.

En Venezuela el crimen florece porque goza de un ambiente con abundancia plena de insumos y bienes complementarios para esa actividad. En Venezuela es extremadamente fácil adquirir un arma y sus municiones. El mercado de provisión de armamentos es profundo y diversificado – además de barato—Así, sin regulación alguna por parte de las autoridades responsables, hay evidencias de un flujo infinito de armas mortales hacia el mercado interno. Ese flujo es controlado por mafias que, se presume, están en manos de los mismos que debían controlarlo. En Venezuela es más fácil adquirir un arma que algunos insumos básicos para la alimentación. Eso vale desde un yerro
 con los seriales limados y varios muñecos encima, hasta –si usted es un criminal con buenas conexiones- un AK-47. El show de las políticas de desarme ha sido hasta ahora solo eso, un show.

En Venezuela florece el crimen porque las actividades sustitutas del crimen no ofrecen, ni remotamente, un rendimiento que pueda ser percibido como competitivo a esta actividad. Y aquí hablo de que, dado el modelo de crecimiento improductivo que hemos tenido en los últimos tres lustros, no hay nada en el mundo lícito que pueda parecerle atractivo, desde el punto de vista material, a un delincuente. Qué quede claro en este punto que, solo en un entorno de alto crecimiento económico, con expansión del empleo productivo, formal y moderno, y estabilidad macroeconómica, empezarán a surgir actividades lícitas cuyo retorno –en ingresos- y menor riesgo –de muerte o aprensión- convoquen a los delincuentes a enderezar el rumbo de sus vidas. Solo en un entorno así, la educación, esa a la que las autoridades apelan hoy en día en un intento bufo por diluir su propia responsabilidad, puede tener algún efecto sobre la criminalidad. Sin la economía en orden, no hay educación que valga.

Confieso que soy un conocedor más bien superficial de los trabajos de Gary Becker, pero sirva este parafraseo personal de lo que el autor llamó “la criminalidad como fenómeno de elección racional”, como un intento, tal vez desde mi propia frustración, para señalar que todos, absolutamente todos los factores que determinan los barbáricos índices de delincuencia que observamos, se encuentran en el ámbito -y son el más puro objeto- de las política públicas de un país. No existe nada de lo mencionado aquí, que no sea susceptible a ser modificado -para mejor y al menos parcialmente- por la acción del Estado y sus políticas. Ese cuento de que nada se puede hacer con la criminalidad porque es un “problema con profundas raíces en la sociedad”, es una trampa caza bobos, una coartada perfecta para cubrir a los que han cometido las criminales omisiones que nos han traído hasta este punto.

Es por lo anterior que me parecen que son de una irresponsabilidad pasmosa –además de una estupidez- esos hipócritas llamados a “no politizar” el tema de la inseguridad a propósito de las horrendas muertes de Spear y su esposo. La seguridad pública y, en particular, el denunciar el rotundo fracaso de las políticas en esa materia en los últimos 15 años, son la quintaescencia del debate político actual, pues cuestionan al poder por sus resultados. No se me ocurre un debate más político que este, pues ¿Y qué es la política sino una discusión abierta y transparente sobre visiones distintas sobre las políticas públicas?

Sirva el estupor, el dolor y la rabia colectiva que produce el salvaje asesinato de una pareja inocente y la orfandad de una niña aún más inocente, para señalar que el fracaso de nuestra sociedad para proteger el más básico de los derechos, el derecho a la vida, no es otro que el fracaso de aquellos que han estado al frente de la responsabilidad de diseñar, implementar y seguir las políticas públicas de mi país. Ellos, y no nosotros, son los únicos responsables. Que nadie se deje chantajear por lo que no es más que intento inaceptable de escurrir el bulto, diluir las culpas, y responsabilizar a las víctimas.